lunes, 26 de septiembre de 2011

LEGITIMIDAD DEL ALZAMIENTO NACIONAL


  Mucho se ha escrito, muchas razones se han dado sobre la legalidad y legitimidad del Alzamiento Nacional de julio de 1936; desde ­el comienzo mismo de la guerra sobrevenida hasta hoy.
  La ilegitimidad de los “poderes actuantes” pareció entonces indiscutible desde el lado vencedor en 1939, el lado nacional. Por  el contrario, la ilegitimidad e ilegalidad  del Alzamiento pareció asimismo evidente entonces para aquellos “poderes”, los republicanos; pronto transformados en rojos; pues con tales denominaciones “nacionales” y “rojos” todos estuvimos de acuerdo.
  Sin embargo,  hoy no parece tan evidente para los que combatieron -y siguen combatiendo- el Alzamiento, que éste fuese un golpe de Estado desencadenante de la guerra; es decir, que los que lo dieron incurrieran en ilegalidad.
  Testimonios inexcusables, incluso desde el punto de vista de los vencidos, se dieron ya entonces (Salvador de Madariaga, Sánchez Albornoz, el propio Azaña), aunque años después fuesen silenciados  por los sucesores ideológicos de los vencidos, que contaron con la pasividad de los vencedores. Pero, como sucede siempre, la justicia histórica vuelve por sus fueros: y así hoy da la razón a los que la tuvieron, a los que se alzaron en el 36 y vencieron en el 39.
  Los “poderes actuantes”, o, lo que es igual, aquellos gobiernos del Frente Popular, estaban ya ilegitimados. A partir de la revolución de octubre de 1934, había comenzado la guerra en la cual los gobiernos eran beligerantes. Como dice Pío Moa ( El derrumbe de la II República y la guerra civil: Ed. Encuentros, Madrid, 2001, pag. 11): “Hubo un evidente peligro revolucionario, que utilizaban como palanca de movilización ante una amenaza fascista inexistente, y a sabiendas de su inexistencia, pues esa amenaza no tomó cuerpo hasta las fechas inmediatas al Alzamiento. Así, el impulso hacia el encuentro bélico provino de las decisiones de los  partidos gobernantes  y sus dirigentes.” Por eso, el Alzamiento fue tan legítimo como lo es la legítima defensa, sea ésta individual o personal, colectiva o social.
  Transcurridos tres años de guerra, se reprodujo en  la “Zona Roja” la misma situación, que se resolvió de la misma manera: un golpe de fuerza, en marzo de 1939, del coronel Casado y su Consejo de Defensa, que fue justificado por sus autores con la razón de que “el Gobierno de Negrín carece de base legal”. De ahí que en el manifiesto del Consejo Nacional de Defensa (5 de marzo de 1939) se dijo que: “Recogía (el Consejo) sus poderes del arroyo, adonde les arrojó el aquel Gobierno”.
  Así, al final de la guerra, la claridad se abrió paso, siendo reveladoras las palabras de Besterio – Presidente del  Consejo de Defensa- en un memorándum privado, que, años más tarde, en un artículo de I. Arellano, reprodujo el diario ABC de Madrid  en su número del 1 de abril – Aniversario de la Victoria-  de 1963. Estas son las palabras de Besteiro, palabras definitivas que explican “ toda la guerra, desde sus propios comienzos, desde el propio Alzamiento” ( J.M. Martínez  Bande, los cien últimos días  de la República, Caralt, Barcelona, 1973, Pág. 165): “La verdad real: estamos derrotados  por nuestras propias culpas: estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos... La reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la línea bolchevique la representan genuinamente, sean los que fueran sus defectos, los nacionalistas (es decir, el bando llamado “Nacional”, capitaneado por Franco), que se  han batido en su  gran cruzada anti-Komitern.”
  Así pues, desde “el otro lado“ , con irreprochables testimonios, se dijo, ya entonces –y se reconoce ahora por los historiadores honrados de uno y otro lado- que las fuerzas del Alzamiento tuvieron razón, y aquella fecha inicial del 18 de julio de 1936 quedó legalizada ante la Historia.

Javier NAGORE YARNOZ

viernes, 23 de septiembre de 2011

EN LA II REPÚBLICA NO HUBO LIBERTAD DE PRENSA

  La mentira más mendaz resuena en la boca o en la pluma de individuos que pretenden, sin más, contar la historia a su gusto. De ahí que se escriba, en libros y publicaciones periódicas de carácter nacional, que el Alzamiento del 18 de julio, valga el ejemplo, fue un atentado contra la legalidad de la República. Pero, ¿esta era legal el día en que millares y millares de españoles, encuadrados en un Ejército reducido, decidieron acabar con el caos imperante? La II República había ido perdiendo legitimidad desde mayo de 1931, al permitir el Gobierno la quema de conventos, iglesias y centros de enseñanza de religiosos. ¿Hay alguien que pueda negar la dejación de poder de los hombres que decían encarnar al Estado?


  Los gobernantes republicanos pasaron desde la dejación de poder hasta una política agresiva en extremo. La Constitución advertía que, salvo decisión judicial debidamente justificada, nadie podía impedir la libertad de expresión en medios de comunicación. 

 Pero de inmediato, el hombre más nefasto, resentido y frívolo del gobierno, logra la aprobación de la llamada Ley de Defensa de la República. Y, con ella en la mano, el Ministro de la Gobernación conculca abiertamente la Constitución. 


  Bajo el pretexto de que este o aquel periódico afectaban a la seguridad de la República, el ministro aludido o el mismo presidente del Gobierno, Manuel Azaña, ahora tan admirado de repente por ciertos políticos clausuraron periódicos de la manera más arbitraria. El primero que fue cerrado, ABC, a partir de mayo de 1931, sufrió esta pena durante tres meses, produciéndose grandes perjuicios económicos a la empresa. «El Debate» estuvo menos tiempo cerrado, pero también experimentó sensibles pérdidas. Pretexto para tales medidas: su responsabilidad en los sucesos de mayo. La prensa de las izquierdas, fiel al gobierno, llegó a asegurar que los incendios de iglesias habían sido obra de las derechas. La mentira constituía el arma preferida de Azaña y las logias españolas que secundaban las consignas de las británicas y francesas.


  La suspensión de publicaciones de carácter derechista o, simplemente, críticas con la política del gobierno, alcanzó al País Vasco y a Navarra. Azaña y sus colaboradores actuaban con una gran carencia de sentido liberal y democrático.


  Con motivo de la asonada de agosto de 1932, a cargo de Sanjurjo, Azaña cierra, de un plumazo, más de cien periódicos. Les acusa de haber alentado la sublevación. Otra mentira. Ninguno de los periódicos suspendidos, entre ellos ABC, habían publicado nada que hiciese sospechar que incitaban a la rebeldía. Azaña, en tono jactancioso, mientras se dispone a reprimir masivamente la libertad de expresión, le dice al Director General de Seguridad: «Tráigame muchas gorras de plato agujereadas». Y encarcela, sin intervención judicial alguna, a un elevado número de monárquicos que ni habían conspirado ni sabían nada de lo que iba a suceder. Y, vengativo y rencoroso, expropia tierras y no precisamente solares baldios, sino fincas puestas en alta producción por sus propietarios. Se trata de perseguir a toda persona que no sea republicana lo cual entraña un gravísimo pecado, según el psicópata Azaña.


  El destacado historiador Ricardo de la Cierva escribe, en el volumen El mito Azaña, de su serie de episodios históricos de España, que «la Ley confirma la expropiación sin indemnización de todas las fincas pertenecientes a la "extinguida Grandeza de Expaña", porque la República se había empeñado en que la alta nobleza estaba implicada, en bloque, en el pronunciamiento del 10 de agosto, lo cual era completamente falso y nunca se pudo demostrar».


  Este era el Azaña, en compañía del pequeño miserable Casares Quiroga, que hablaba en el Congreso de libertad y democracia como supuestos símbolos de la II República. Enorme mentira. Como lo fue, también, en amañada y vergonzosa sesión parlamentaria, la destitución de Alcalá-Zamora. Se amordazaba a la opinión expresada en los diarios y revistas que consideraba enemigos suyos. Aquel cobarde -lo decían Miguel Maura, Indalecio Prieto o el mismo Salvador Madariaga- se encontraba en estado de delirante soberbia. El singular periodista y escritor Manuel Bueno, asesinado en la zona roja, advertía en ABC el 20 de octubre 1934: «El señor Azaña empezó a sentir ese mareo especial que se apoderaba del hombre al contacto del primer éxito, sea en amor, en política o en arte. Los espíritus fuertes se sobreponen fácilmente a los efectos de ese fenómeno y recobran, con la lucidez crítica, la visión exacta de las cosas. Los soberbios se dejan vencer por él, se de solidarizan de todo lo que les rodea y se situan de un salto en la región de la infabilidad, que es el ambiente familiar de los dioses».


  Que Azaña se siente infalible, no hay duda. Y, por ello, cierra periódicos, ordena ocupar tierras sin indemnización, envía a la cárcel sin garantías legales a quien le place y, como existe una justicia inmanente, desde las elecciones de febrero de 1936, se convierte en un muñeco del extremismo más radical y asesino. El gran censor de España, medroso y resentido, sólo tiene fuerza para redactar sus diarios. Es incapaz de detener el incendio de la Patria y el torrente de sangre que se vierte a raudales. La guerra la había traído él, no Franco, como ha escrito un sedicente historiador y plagiario hace escasos días.

José Antonio Cepeda

DOS INTENTOS GOLPISTAS DE AZAÑA

  Azaña intentó un primer golpe de Estado cuando la izquierda perdió las elecciones, en noviembre de 1933. Entonces presionó al jefe de Gobierno, Martínez Barrio, y al presidente de la República, Alcalá-Zamora, para que no convocaran las Cortes resultantes de los comicios, burlando así la decisión ciudadana, y en cambio formasen un gobierno izquierdista que organizara nuevas y más convenientes elecciones. El presidente recuerda en sus Memorias que «Azaña, Casares y Marcelino Domingo dirigieron a Martínez Barrio una carta de tenaz y fuerte apremio (...) en la que el llamamiento tácito a la solidaridad masónica se transparentaba clarísimo, a pesar de lo cual, en aquella ocasión, Martínez Barrio no cedió, cumpliendo su deber oficial, quizá no con agrado, pero sí con firmeza, al ver también la de mi actitud». Martínez Barrio también da cuenta en sus Memorias de esta y otras maniobras.

  El episodio es bien conocido, aunque a menudo olvidado o minimizado. Santos Juliá, por ejemplo, descarta el intento del golpe: «Claro está (...) no suelen proponerse golpes de Estado por carta». El comentario es frívolo, y además no sólo hubo la carta, sino también reuniones y todos los medios entonces al alcance de Azaña. De haber cedido Alcalá-Zamora, la república, o al menos la democracia, se habría venido abajo en aquel momento, acarreando probablemente la guerra civil. ¡Qué diría Juliá si la intriga hubiera partido de la derecha!

  Pero existe otra intentona golpista de Azaña, generalmente desconocida, que tuvo lugar hacia junio-julio de 1934. Por entonces se produjo una gravísima crisis por un conflicto de competencias entre el Gobierno y la Generalidad, a causa de la ley catalana de contratos de cultivo. La Esquerra, que dominaba la Generalidad, colocó a ésta en abierta rebeldía frente a las instituciones republicanas, mientras Companys hacía llamamientos apenas disimulados a la violencia y, para preparar la rebelión armada, constituía un comité encabezado por Dencás, jefe de Estat Catalá, sector separatista de la Esquerra. Prieto anunció en el Congreso: «este conflicto va a adquirir proporciones (...) gigantescas», y Azaña se refirió a «la inmensa desdicha que se avecina sobre España»; pese a lo cual ambos expresaron su completo apoyo a la Esquerra.

  Azaña envió por esos días a Cataluña a Carlos Esplá, hombre de su confianza, a fin de tranquilizar a la Esquerra, según afirma en su libro Mi rebelión en Barcelona. Pero las declaraciones del propio Azaña en Madrid eran todo menos tranquilizadoras. El 1 de julio declaró en el cine Pardiñas, lugar de tantos discursos de la época: «Vamos a colocarnos en la misma situación de ánimo en que estábamos frente al régimen español en 1930», es decir, en situación de rebeldía. Y para aclararlo, aludió al fracasado golpe militar con que intentó imponerse la República aquel año: «Unas gotas de sangre generosa regaron el suelo de la República, y la República fructificó». Esto sonaba a preanuncio de sublevación.

  Dencás desmiente la versión azañista sobre el cometido de Esplá: éste habría ido a Barcelona a «ayudarnos a preparar la revuelta», asistiendo a las reuniones del comité creado por la Esquerra, con participación de varios militares, entre los que menciona a Pérez Farrás. Pero, además de éste figuraban en dicho comité los comandantes Jesús Pérez Salas y Arturo Menéndez, que habían de permanecer al lado de Dencás, como asesores, la noche fatídica del 6 al 7 de octubre, cuando estalló la revuelta. Tanto Pérez Salas como Menéndez eran de los (escasos) militares de confianza de Azaña, y el segundo había sido director general de Seguridad cuando la matanza de Casas Viejas.

  Pues bien, Pérez Salas explica en su libro Guerra en España, que por entonces Azaña preparaba un golpe de Estado que se iniciaría en Barcelona: «Se daría a conocer al pueblo el nuevo Gobierno formado. Simultáneamente, en Madrid y en el resto de España habría de estallar una huelga general, como adhesión al nuevo Gobierno». Sin embargo, el proyecto no cuajaría: «no existió completo acuerdo entre los partidos ni entre las personas que habían de formar ese Gobierno, por lo que Azaña desistió de su propósito».

  ¿Qué hay de realidad en todo ello? Azaña refiere vagamente en el Cuaderno de La Pobleta que el 14 de junio (debió de ser julio) había hablado, en vano, con hombres del Partido socialista y de la Esquerra para buscar la unidad y el «acuerdo sobre un fin común», que no especifica, pero que él presenta como un fin político no subversivo. Sin embargo, existe un documento mucho más explícito: el acta de una reunión conjunta de las ejecutivas del PSOE y la UGT, el 2 de julio, para tratar la dimisión de Alcalá-Zamora, que se daba por inminente, y responder a la pregunta de Azaña, transmitida por Prieto, sobre qué harían en tal caso los socialistas. (En Fundación Pablo Iglesias, AFLC XXII, p. 88 a 91).

  Conviene recordar que, por aquellas semanas, Azaña, Martínez Barrio y otros, acosaban a Alcalá-Zamora para que derribase al gobierno centrista legal, presidido por Samper, y lo sustituyese por uno de izquierda, como medio para cortar la rebeldía esquerrista. El presidente de la República, desesperado, consignó en sus diarios: «Apena presenciar todo esto y seguir rodeado de gentes que constituyen un manicomio (...) porque entre su ceguera y la carencia de escrúpulos sobre los medios para mandar, están en la zona mixta de la locura y la delincuencia. La amargura que producen estas gentes impulsa a marcharse y dejarlos».

  Ante la eventualidad de la dimisión, las ejecutivas del PSOE y UGT acordaron lanzar «con todas sus consecuencias» la revuelta para la que se venían armando desde principios de año, y que planteaban abiertamente como una guerra civil; y contestar a Azaña que ellos lucharían por sus objetivos (la dictadura proletaria), sin supeditarse a las izquierdas «burguesas». Para comunicar el acuerdo, una comisión socialista del máximo nivel, compuesta por Largo Caballero, De Francisco y Lois, se entrevistó con los representantes de las izquierdas republicanas Marcelino Domingo, Salmerón y Azaña, y «por cierto -comenta Largo- que a éste no le agradó nada la contestación. Preguntó que si se constituía un gobierno republicano, cuál sería la conducta del Partido socialista; se le contestó que dependería de la conducta que observase el gobierno que se constituyera. A esta entrevista compareció también, de forma inesperada, el señor Lluí» (Lluhí, de la Esquerra), para advertir a Largo y sus compañeros que la Generalidad no apoyaría un gobierno exclusivamente del PSOE. La presencia sorpresiva de Lluhí fue interpretada por los socialistas como una inadmisible encerrona, para inducirles a aceptar el gobierno -ilegal- que preparaban las izquierdas «burguesas».

  Esta fue la reunión a la que alude Azaña en su Cuaderno de La Pobleta. Planeaba, pues, su propio golpe, como informa Pérez Salas, golpe que abortó ante la postura socialista. Ni la dictadura del PSOE ni la república federal que patrocinaba la Esquerra le hacían gracia, y esa tuvo que ser la causa de que probablemente ese mismo mes de julio, renunciara a sus proyectos. De ellos no deja la menor huella en Mi rebelión... ni en el Cuaderno pero los testimonios citados y la actitud de Azaña en aquellos días coinciden, y esclarecen, a mi juicio, las líneas generales de lo ocurrido.

  El presidente de la república no llegó a dimitir, y el instante crítico pasó sin que casi nadie llegara a enterarse de cuán al borde del abismo había estado el régimen. No obstante, los aprestos bélicos de la Esquerra y el Partido Socialista prosiguieron, hasta desembocar en la insurrección de octubre de aquel año, lanzada con el pretexto de la entrada -plenamente legal- de tres ministros moderados de la CEDA en el Gobierno.

  La conducta real de Azaña difiere a menudo de la que expone en sus escritos. El 6 de junio de 1933, por ejemplo, anota en sus Diarios: «Los radicales, y otros, han cometido la imprudencia de apelar a la intervención presidencial cuando no podían vencernos en las Cortes. El hecho es disparatado, y nunca se me ocurriría imitarlo, desde la oposición, contra un gobierno de derechas. Eso es apelar al Presidente contra el Parlamento (...) Más vale un régimen parlamentario auténtico, con todos sus inconvenientes, que un régimen parlamentario falsificado o corrompido». En cuanto perdió las elecciones, Azaña presionó sin tregua al presidente contra las Cortes, y lo hizo de forma mucho más dura y peligrosa que los radicales. Otro ejemplo revelador está en su anotación del 4 de diciembre de 1931 sobre «una proposición que ha presentado Santa Cruz, por indicación mía, pidiendo que las Cortes declaren que la disolución de las Cortes Constituyentes no se computará en las dos disoluciones que el Presidente de la República puede hacer con arreglo a la Constitución». En 1936, vuelto al poder, una de sus principales medidas fue destituir a Alcalá-Zamora, computando la disolución de las Constituyentes entre las dos a que tenía derecho el presidente.


Pío Moa

martes, 20 de septiembre de 2011

LOS MILITARES ANTE EL FRENTE POPULAR


Sobre las conspiraciones militares, dijo en enero del 36 el político Álvarez Mendizábal, ministro de Portela: "Yo, durante la dictadura (de Primo de Rivera), he estado presente en todas cuantas conspiraciones se fraguaron, y ninguno de los militares comprometidos acudió nunca a cumplir su palabra. Es más de temer una reunión de camareros o de cocineras". Sin embargo, pronto iban a cobrar mayor enjundia.

Cuando el Frente Popular alcanzó el poder, el ejército se hallaba tan dividido como el resto de la sociedad. Había desde militares y policías que instruían a las milicias izquierdistas, hasta monárquicos o fascistas deseosos de acabar con el Frente Popular y con la república misma, pasando por una masa muy considerable dispuesta a obedecer a quien mandase, fuera quien fuere. Parte de los izquierdistas se agrupaban en la UMRA, Unión Militar Republicana Antifascista, de inspiración masónica en buena medida, y los conspiradores monárquicos en la UME, Unión Militar Española; ambas poco efectivas.

Tras las elecciones de febrero del 36, los militares y policías que habían defendido la legalidad constitucional en 1934 temieron por un momento serias represalias, pues las izquierdas propugnaban la amnistía para los sublevados y la persecución contra quienes los habían vencido. De hecho, como ya quedó indicado, la propaganda electoral del 36 giró especialmente sobre ese punto, acusando a las derechas de las mayores atrocidades, y en las calles los militares solían ser acosados, golpeados o insultados por las turbas. Sin embargo, la investigación judicial quedó rápidamente marginada tras las elecciones, reduciéndose todo a las detenciones del general López Ochoa, que había mandado la lucha en Asturias contra los revolucionarios, y de algún oficial de la Guardia Civil, seguidas ambas de una perezosa investigación judicial.
No había ningún misterio en ello. Una investigación abierta sólo pondría de relieve la falsedad o exageración de las acusaciones izquierdistas, y traería de nuevo a la escena las atrocidades cometidas a su vez por la izquierda. Gil-Robles exhortó varias veces al cumplimiento de las promesas de investigar las atrocidades derechistas, pero en vano. Éstas habían dejado de interesar al Frente Popular, una vez le habían servido para llegar al poder. Y así no hubo en el ejército otros cambios que los destinados a asegurar en los puestos de mando clave a militares y policías de izquierdas y poner bajo vigilancia a los de derechas. Una de esas medidas consistió en alejar a Franco a las Islas Canarias, donde tendría poca posibilidad de maquinar. El general acudió a ver a Azaña y, pensando sin duda, como la CEDA, que el político terminaría oponiéndose a los planes revolucionarios de sus aliados, le advirtió: "Hacen ustedes mal en alejarme, porque yo en Madrid podría ser más útil al Ejército y a la tranquilidad de España". Pero Azaña le replicó con una clara amenaza: "No temo a las sublevaciones. Lo de Sanjurjo lo supe y pude haberlo evitado, pero preferí verlo fracasar".
La conciencia de que habían conseguido el poder los mismos del 34, mantenía en vilo a muchos militares. El 8 de marzo, poco antes de salir para Canarias, Franco se reunió con otros generales, con vistas a un alzamiento "que evite la ruina y la desmembración de la patria". Unos pensaban en la monarquía, otros en mantener la república, pero Franco, según parece, impuso dos condiciones: "el movimiento sólo se desencadenará en el caso de que las circunstancias lo hiciesen absolutamente necesario", y no sería republicano ni monárquico, sino, simplemente "por España".
Pero el futuro Caudillo no estaba en condiciones de dirigir la conjura, e iba a pesar poco en ella. Aunque otros generales le hablaban con gran optimismo sobre los planes de golpe, él era más bien pesimista: "Me daba cuenta de que el movimiento militar iba a ser reprimido con la mayor energía". Conocedor de sus colegas, temía una acción mal organizada o prematura, que diera la victoria definitiva a la revolución.
Desde luego, la conspiración distaba mucho de estar bien organizada. La dirigía, al menos nominalmente, el general Sanjurjo, cuyas nulas habilidades conspirativas habían quedado bien manifiestas en su intentona de agosto de 1932. Y el gobierno vigilaba a la mayoría de sus integrantes, controlaba sus teléfonos, desbarataba sus medidas con cambios de destino, arrestos, etc. Azaña estaba convencido de que la sanjurjada iba a repetirse, dándole ocasión de aplastar a la derecha de una vez por todas.
Solo hacia finales de abril cobró la conjura mayor consistencia, al hacerse cargo de ella el republicano Mola. El gobierno lo había enviado a Pamplona, con la idea de que sus ideas chocarían con las de los monárquicos carlistas predominantes en la región; pero poco a poco, y no sin roces desesperantes, Mola había ido poniéndose de acuerdo con ellos. Al contrario que los socialistas de 1934, que preveían una guerra civil, Mola pensaba en una acción muy violenta, pero breve y decisiva, para evitar tal guerra. Planeaba instaurar luego una dictadura militar republicana y transitoria, que asegurase el orden, y permaneciese un tiempo tutelando al poder civil.
Las relaciones de los conspiradores con los partidos de derecha no eran muy satisfactorias. Los carlistas exigían la monarquía y los falangistas mostraban poco afecto a la monarquía y desconfiaban de los militares. La CEDA permaneció básicamente al margen, y solo a última hora apoyó Gil-Robles el golpe. Calvo Sotelo parece haber tenido conocimiento externo de los preparativos, sin participar en ellos. De todas formas, y salvo en Navarra, sería la organización militar la decisiva.
Entre los militares había serias dudas. La mayoría tenía conciencia de los enormes riesgos de la empresa, y no debía de mostrar mucha seguridad. Serrano Súñer describirá a uno de los comprometidos principales, Valentín Galarza, "el técnico", como mal informado, confuso y escaso de ánimo. En cambio se les unió un personaje tan resuelto como Queipo de Llano, viejo republicano, que tenía la ventaja de poder moverse con facilidad por el país, como jefe de los carabineros, y así enlazar a los jefes de las guarniciones comprometidos. Unos creían que había ya motivos de sobra para sublevarse cuanto antes, y otros mantenían alguna esperanza en la acción de los políticos: Mola representaba la primera postura, y Franco la segunda. De hecho, en un momento tan avanzado como el 23 de junio, Franco escribió una carta a Casares cuyo sentido evidente consistía en incitar al político a tomar él mismo medidas contra el deterioro de la situación. La actitud de Franco desesperaba a veces a sus compañeros.
A su vez, la actitud del gobierno desesperaba también a diversos izquierdistas, en particular a Prieto, que tenía bastante información sobre los preparativos del golpe y exigía su rápida desarticulación, al igual que los comunistas y otros. Ya en mayo el líder socialista había sostenido al respecto una agria discusión con Casares. Éste le explicó: "Todo eso que ustedes me cuentan y mucho más lo sabe el gobierno, y lo que yo quiero es que se echen a la calle de una vez para yugular la rebelión. Esta vez no vamos a quedarnos en una expropiación de bienes, como cuando la rebelión del general Sanjurjo". Pero Prieto no se dejó convencer, y salió furioso de la entrevista. Sentía crecer el peligro y no confiaba en las medidas del gobierno.
A principios de julio, Mola señalaba que "todo está en marcha y no ha de cundir el desaliento", pero que "el entusiasmo por la causa no ha llegado todavía al grado de exaltación necesario", existiendo aún "insensatos que creen posible la convivencia con los representantes de las masas que mediatizan al Frente Popular". Uno de éstos, un político de la CEDA, había echado por tierra sus planes en Valencia. Por fin, aprovechando los sanfermines como cobertura, los conjurados decidieron sublevarse el 14 de julio. Pero el día 10 varios jefes carlistas rompían con Mola, al no aceptar éste la bandera española tradicional, la disolución de los partidos y unas Cortes corporativas. Mola, desesperado, pensó en fusilar al carlista Fal Conde o en suicidarse. El día 12, nuevas gestiones terminaron sin avenencia. Y para colmo, ese mismo día, Franco, que había aceptado los planes anteriores, recomendaba aplazarlos a última hora. En el momento decisivo, el complicado artificio construido por Mola parecía a punto de venirse abajo, y los testigos han mencionado la mezcla de furia y desánimo en que se debatía "el director".
Pero en la noche de ese mismo día 12 caía asesinado Calvo Sotelo, y las vacilaciones entre los conjurados iban a desaparecer de un soplo. Como ha indicado Stanley Payne, para ellos se había vuelto mucho más peligroso no sublevarse que sublevarse.

Pío Moa